“Amor después del amor”
Otra vez he vuelto a abrir los ojos. Todos dicen que es una fortuna despertar cada día con vida, sintiendo que tu corazón late y que tus pulmones se hinchan de aire y exhalan otra vez. Yo no lo siento así, no siento que los días que transcurren sean realmente valiosos en mi vida o logren provocar nuevamente el milagro de sentirme vivo otra vez. Al lado estás tú, duermes tan ligeramente, apenas y percibo tu presencia a mi lado, tu piel es blanca como la luz de día, tus cabellos rizados de dorado trigo se desenredan por toda la almohada, esos ojos que tienes, cerrados, esa boca, roja, tan roja como la sangre de mis venas, pero mi sangre ya no es tan así, más bien es opaca, sin gracia, no hay vida dentro de mí.
Continué viviendo como un muerto en vida. Parecía un ánima cuando apareciste en mi camino. Yo venía de aquel lugar en donde las almas duermen en silencio, no encontré las respuestas que buscaba para sanar este tormento, entonces tú tomaste mis manos y me llevaste al café que está en la esquina de la que era mi casa, porque ya no es mi casa, te la he entregado a ti para que los niños tengan un lugar en donde puedan crecer en paz cuando yo me haya marchado. En aquel café, junto a una taza de capuccino, mis lágrimas salaron todo el ambiente, la sustancia que bebía tenía el gusto de su nombre y de su lápiz labial. Imaginaba ver otra vez aquel escote y su cabello recogido antes de entrar a la habitación. Era la mujer más hermosa, Magdalena, Magdalena, mi querida Magdalena, yo era el único hombre con el cual hablabas, porque ella jamás hablaba con nadie, siempre estaba callada viendo como caían las hojas de los árboles, nunca pensé que podía hablar. Todos decían que era terrible, que escondía temibles secretos, pero aquellos comentarios no eran más que el temor de quienes no conocen el valor de un espíritu que vuela por encima de ellos. Mi Magdalena, la mujer más hermosa de todo el lugar, siempre estaba conmigo, aunque nuestra relación no fuera fácil, siempre encontrábamos la forma de entendernos el uno al otro. ¡Dios!, cuida de ella, cuida de ella ahora que no puedo tomarle de la mano para transitar por la misma senda, mi Magdalena, mi querida Magdalena.
De pronto volví a la realidad por unos segundos, no había tenido la oportunidad de que mi piel tuviese sensación alguna desde hace años. Te diste la vuelta hacia mí: “¿Ya despertaste Vicente?, aún es de madrugada, recuéstate”. Pero no te hice caso, mi mirada entonces se perdió de nuevo en el vacío, buscaba una excusa para no salir corriendo, para no desvanecerme por aquella ventana abierta de la cual las cortinas blancas eran como el cabello de Magdalena cuando salíamos a pasear en coche. Estaba tan nerviosa porque jamás había corrido tantos riesgos que sólo por la confianza y la convicción con la que se lo pedía, ella aceptaba pasarlos junto a mí.