lunes, 25 de mayo de 2009

Amor después del amor



“Amor después del amor”

Otra vez he vuelto a abrir los ojos. Todos dicen que es una fortuna despertar cada día con vida, sintiendo que tu corazón late y que tus pulmones se hinchan de aire y exhalan otra vez. Yo no lo siento así, no siento que los días que transcurren sean realmente valiosos en mi vida o logren provocar nuevamente el milagro de sentirme vivo otra vez. Al lado estás tú, duermes tan ligeramente, apenas y percibo tu presencia a mi lado, tu piel es blanca como la luz de día, tus cabellos rizados de dorado trigo se desenredan por toda la almohada, esos ojos que tienes, cerrados, esa boca, roja, tan roja como la sangre de mis venas, pero mi sangre ya no es tan así, más bien es opaca, sin gracia, no hay vida dentro de mí.

Continué viviendo como un muerto en vida. Parecía un ánima cuando apareciste en mi camino. Yo venía de aquel lugar en donde las almas duermen en silencio, no encontré las respuestas que buscaba para sanar este tormento, entonces tú tomaste mis manos y me llevaste al café que está en la esquina de la que era mi casa, porque ya no es mi casa, te la he entregado a ti para que los niños tengan un lugar en donde puedan crecer en paz cuando yo me haya marchado. En aquel café, junto a una taza de capuccino, mis lágrimas salaron todo el ambiente, la sustancia que bebía tenía el gusto de su nombre y de su lápiz labial. Imaginaba ver otra vez aquel escote y su cabello recogido antes de entrar a la habitación. Era la mujer más hermosa, Magdalena, Magdalena, mi querida Magdalena, yo era el único hombre con el cual hablabas, porque ella jamás hablaba con nadie, siempre estaba callada viendo como caían las hojas de los árboles, nunca pensé que podía hablar. Todos decían que era terrible, que escondía temibles secretos, pero aquellos comentarios no eran más que el temor de quienes no conocen el valor de un espíritu que vuela por encima de ellos. Mi Magdalena, la mujer más hermosa de todo el lugar, siempre estaba conmigo, aunque nuestra relación no fuera fácil, siempre encontrábamos la forma de entendernos el uno al otro. ¡Dios!, cuida de ella, cuida de ella ahora que no puedo tomarle de la mano para transitar por la misma senda, mi Magdalena, mi querida Magdalena.

De pronto volví a la realidad por unos segundos, no había tenido la oportunidad de que mi piel tuviese sensación alguna desde hace años. Te diste la vuelta hacia mí: “¿Ya despertaste Vicente?, aún es de madrugada, recuéstate”. Pero no te hice caso, mi mirada entonces se perdió de nuevo en el vacío, buscaba una excusa para no salir corriendo, para no desvanecerme por aquella ventana abierta de la cual las cortinas blancas eran como el cabello de Magdalena cuando salíamos a pasear en coche. Estaba tan nerviosa porque jamás había corrido tantos riesgos que sólo por la confianza y la convicción con la que se lo pedía, ella aceptaba pasarlos junto a mí.

Mi Magdalena, soñábamos con una vida tan hermosa juntos, con las campanas de la iglesia sonando y con todos los invitados de traje y vestido, la plaza entera festejando en un baile hermoso de princesas y caballeros. Si tan sólo hubieras esperado un poco más para que te la llevaras de mi lado, Dios, si tan sólo me hubieras tomado junto con ella para así perpetuar este amor que lo separa la fría lápida del cementerio.

“Vicente, otra vez estás con delirios, ven”, decía la mujer que dormía a mi lado desde aquel día en que consoló mis lágrimas después de una de las tantas visitas hasta tu tumba, Magdalena. “Vicente, no hables tan alto, los niños duermen y no deben oírte”. Magdalena, si supieras que mi hija se llama como tú, porque tiene unos ojos muy lindos, tan puros como los tuyos, con esa expresión infantil y con ese aire tan serio y tan introvertido, eras un misterio para mí, yo aún te amo Magdalena, aunque dijera mil veces que de ti podría seguir viviendo, lo cierto es que puedo seguir, pero mi corazón no es el mismo, tú no me creías porque decías que por mis tantas experiencias pasadas yo te olvidaría como si fueses una más, pero te equivocaste, porque siempre has estado en mi corazón y la mujer que yace a mi lado ahora no es más que la proyección de la profunda soledad que dejaste al partir, Magdalena, llévame contigo, por favor.

martes, 12 de mayo de 2009

Soledad


Soledad

Soledad siempre vivió buscando al amor de su vida. Desde joven que solía salir con varios muchachos en busca de aquel que conquistara su corazón. Conoció de todo tipo, desde los más bohemios, hasta los más profesionales, pero aún así ninguno podía hacerla sentir completa. Podía a veces no ser correspondida y en otras ella era quien no le correspondía a los pretendientes. Asi pasaron los años hasta cuando conoció a Reinaldo.

Reinaldo era un joven ayudante de marino, por lo cual su estadía en el puerto era esporádica, no obstante, en una de esas tantas estancias fue cuando se encontró con Soledad, la única mujer que adoraba ver el mar en los días de tormenta. Se acercó muy caballerosamente y con un balbuceante “¿me puedo sentar?” fue que entabló una bonita amistad con la mozuela.

Vino al tiempo su segunda visita, en la cual pudieron conocerse mucho más, eso sí, durante el tiempo intermedio, ambos no paraban de pensar el uno en el otro, tanto Reinaldo en altamar como Soledad en su trabajo en la pescadería. Contaban los días para ese esperado encuentro, era la primera vez que ella quería con tanto deseo asistir a una segunda cita. Pasó así el tiempo y sin pausa alguna, ambos se unieron en compromiso. Durante las visitas de Reinaldo una vez cada mes, consiguieron armar un hogar acogedor, con vista hacia el mar, desde un balcón, del cual todas las tardes Soledad se sentaba a ver el ocaso, en la espera del próximo arribo de su amor.

Todo fue tan mágico hasta que transcurrió el tiempo de dos años. La pareja entonces estaba empezando a planificar en agradarse cuando de pronto estalla una feroz discusión. Reinaldo estaba cada vez más insoportable, cada vez que llegaba se comportaba poco a poco como un ser más rudo. Soledad prefirió no armar alboroto, de seguro había sido el cansancio del viaje. Sin embargo, las futuras visitas no fueron mejores, llegaron incluso a odiarse y discutían cada vez que se dejaba caer el marino. Su esencia también cambió mucho, del hombre sensible que conoció aquella tarde en el muelle, ahora era un hombre distante y con peores costumbres. Soledad en consecuencia, se volvió una mujer tan triste y tan atacada que comenzó a perder su lozanía y ya su piel y cabellos no eran tan brillantes como cuando solía buscar a su príncipe azul.

Fue entonces cuando Soledad le dijo a Reinaldo que ella pensaba dejarle, pues la relación se estaba tornando en un ring de pelea y prefería mejor distanciarse e irse donde sus padres en el puerto del otro lado de la bahía. Los celos de Reinaldo hacia una supuesta infidelidad de su mujer lo hicieron reaccionar monstruosamente, pero pronto se calmó, se echó hacia atrás en su silla, encendió un cigarrillo y tras levantarse e irse hacia el balcón a mirar el mar, sentenció: “da lo mismo lo que hagas, sé que volverás”. Ante ésto Soledad pensaba que se trataba de alguna declaración romántica, el regreso por amor, pero fue todo lo contrario, el marino añadió: “No te doy más de un mes para que con esa cara tan deslavada vuelvas llorando aquí, sé que no ves todo lo que he hecho por ti, esta casa la he pagado con todos mis viajes y tú te atreves a tirarlo por la borda por el capricho absurdo de que no aceptas que no hablemos cuando lo único que quiero es descansar”. Soledad estalló en llanto y se encerró en su habitación. Permaneció muda y entristecida durante toda esa estancia de su marido hasta que este por fin se hizo a la mar otra vez.

Al volver nuevamente, encontró a Soledad y acotó: “Sabía que no te irías, ahora ven y sírveme algo de comer que estoy muerto de hambre”. Soledad no sabía qué hacer, atendió a su marido y tras mirarlo a los ojos se imaginaba el reflejo de aquella tarde en el muelle, entonces decidía siempre quedarse, estaba tan enraizada a su fe de volver a encontrar a ese hombre dulce y tierno en los ojos del ahora hostil y ogro marino que no quería dejarle. Los malos tratos y la frialdad continuaron pero ella no podía quitar de su mente que algún día el hombre que bajaría de ese barco sería nuevamente su Reinaldo de antaño. Pasaron otros dos años y no ocurrió, pasaron otros dos y nada, hasta que ella se hizo de arrugas tan profundas y cabellos tan grises a la edad de treinta años que obviamente nadie la miraría de nuevo en la calle como lo fue anteriormente.

Ese arribo fue el último que hizo Reinaldo antes de la despedida. Llegó a casa y encontró las cosas de Soledad en la puerta: “Me voy decía, no soporto más”. Reinaldo no paró de humillarle: “Vas a volver, si somos el uno para el otro, estás destinada a quedarte conmigo y sólo debes aceptar que yo llegue así”. Siguió y siguió esperando por muchos años, pero Reinaldo jamás volvió a encontrar a la por fin valerosa Soledad, que tuvo el poder de escapar dignamente de una relación que la encadenaba a una fe tan ciega como un esposo que no sabe lo que siente el amor de su vida.

sábado, 2 de mayo de 2009

PAUSA


"PAUSA"



Martín y Alicia estaban muy enamorados. Se conocían desde pequeños cuando jugaban con los demás muchachos del barrio y su relación perduró durante los últimos tres años del colegio. Una vez graduados, ambos sabían que debían separarse, pues los estudios que Martín quería cursar eran en la capital y ella por su parte debía esperar aquí en el norte, en la universidad local.

Pasó el primer año. Martín viajaba todos los fines de mes, pasaban todo ese fin de semana pegados el uno al otro, parecía que no había más mundo cruzando la puerta del bus que se llevaba al eterno enamorado de Alicia. Todos los meses era religiosa en su espera en el andén del terminal de buses, así como también en sus melosas y dramáticas despedidas, en las que le preparaba un sándwich y un termo con café para la agónica travesía.

Al segundo año, las visitas se restringieron un poco. La dificultad de las materias hacía que Martín ya no viajara cada fin de mes, sino que lo hacía cada dos meses. Alicia moría de pena cuando sonaba el teléfono y era él quien le destruía las ilusiones para los fines de semana largos: “no podré viajar, tengo mucho que estudiar y este mismo lunes rindo nuevamente un examen”.

Prontamente se entregó Alicia a la costumbre de la lejanía. Pasó el siguiente año y ocurría lo mismo. Al cuarto ya sólo aparecía Martín para los cumpleaños y uno que otro fin de semana largo demasiado esporádicamente. En vacaciones no se veían tanto como en los principios y prontamente se convirtieron en dos extraños el uno para el otro. Aún así seguían llamándose, cosa curiosa, porque las conversaciones eran tan planas, sin emoción, denotando que parecía más el cumplimiento de una mera formalidad más que un deseo de saber cómo se encontraba el otro.

Al sexto año, Martín concretó sus estudios y volvió por fin a su ciudad natal. Era la primera vez que se veía un rasgo de expresión en su rostro desde el primer año en que se había marchado. Llamó inmediatamente a Alicia para contarle la noticia, sería su viaje definitivo a casa, junto con ella. Alicia tomó la noticia con serenidad, por no decir indiferencia.

Cuando llegó el muchacho, corrió eufóricamente desde la parte trasera del bus y apenas puso un pie en tierra natal, buscó con la mirada el rostro de su amada entre la gente del terminal, sin éxito, pues ella ya no estaba allí para esperarlo como era de costumbre. Desconcertado, Martín fue a su casa para dejar sus bolsos y partió inmediatamente donde Alicia. Sus suegros le recibieron cariñosamente, le convidaron algo de beber y se sentaron a esperar a Alicia, quien llegaba de su práctica muy pronto. Cuando cruzó el umbral de la puerta, a Martín se le iluminó el rostro: “Mi amor, estoy aquí, por fin he terminado todo”. Alicia sonrío mecánicamente y extendió un frío abrazo de felicitaciones.

Martín entonces le preguntó si había olvidado que llegaba hoy, porque no había estado en el terminal para esperarlo. Alicia contestó que hace ya dos años que no va a esperarlo, que inclusive ellos mismo habían convenido que eso ya no corría. El joven por supuesto no recordaba ni una palabra de ello.

Los padres de Alicia no podían entender nada de la robótica escena, ya ni siquiera parecían amigos por cómo trataba la muchacha a su novio de toda la vida. Parecía que todo el tiempo que Martín olvidó alimentar la relación en la distancia creó un irrompible muro de hielo. Una pausa que terminó por convertir algo tan maravilloso y propio en una rutina convencional, aceptada más por la razón que por el corazón.