Había una vez un hombre de conducta intachable, mirada muy apacible, buen comportamiento, amigo de sus amigos y en general bastante tranquilo, se llamaba Ernesto Bonanza.
Sin embargo, Ernesto sufría de un serio problema, era presa de fugaces crisis de bipolaridad, por lo que podía perder el control de sí mismo en el instante menos esperado de presión. Trató de controlarlo durante mucho tiempo, así también lo quiso su mujer, pero desafortunadamente, no hubo caso y ella terminó por divorciarse, en virtud de su propia seguridad. Ernesto entonces cayó horriblemente enfermo, sus crisis se hicieron cada vez más frecuentes y fue a parar al lugar más impensado por todos los que lo conocían, la cárcel.
“No logré ver nada, era todo una corriente, una ola que se lanzó contra mí e hizo que perdiera la visión. Cuando recuperé la consciencia, tenía a mi odioso jefe frente a mí, ensangrentado por completo y yo empapado de ésta”. Confesó él al tribunal.
Durante su encierro vivió en un estado de trance permanente. Las paupérrimas condiciones de vida no le iban ni venían, pareciera que su mente estaba en otro sitio, abstraído, no conversaba con nadie y jamás se le vio sonreír, su rostro no era más que una dura roca. Cayó en cama azotado por misteriosos delirios y el juez determinó cambiarlo de correccional; envió a Ernesto Bonanza al campo del anexo veintiocho, fuera de la ciudad, en un frío y oscuro bosque que no había visto jamás la luz del sol. Allí iban a parar los reos que sufrían de enfermedades y trastornos, porque parecía que la soledad y el contacto con esa deprimente naturaleza les mantenía con vida.
Durante los primeros días, la conducta del enfermo Bonanza no tuvo mayores cambios, a las tres semanas, cuando pensaban en devolverlo a la ciudad, ocurrió el quiebre, Ernesto se había levantado de su cama y comenzaba a mirar el paisaje, donde no había nada más que húmedo verde. Decidieron entonces que se quedara un poco más.
Comenzó el hombre a recobrar poco a poco el brillo de la vida en sus ojos, aunque no la movilidad. Pasaba toda la tarde viendo la lluvia en la ventana y por las noches se dedicaba a escuchar los grillos y otros insectos. Ni el frío ni la humedad hacían que se moviera de su religiosa costumbre. Un día, se le acercó uno de los gendarmes, intrigado por saber qué tanto miraba pero no recibió más que incoherencias.
Pasaron los años y la condena fue al fin cumplida. No obstante, Ernesto no quería marcharse y aunque trató de quedarse para trabajar allí, no se le fue permitido. Ernesto volvió a su viejo departamento en la ciudad, donde las cosas seguían intactas desde que su esposa se fue, todo era triste, pero mantenía la esencia de esos días, como si el tiempo hubiera estado congelado mientras estuvo preso.
Comenzaron a venirle fuertes ataques de nervios, delirios, depresión crónica horrible. Finalmente, Ernesto terminó por quitarse la vida, colgándose de la barra de la ducha.
Cuando se encontró el cadáver, los peritos encontraron algo sorprendente, eran marcas en todas las paredes, pequeñas tachas, como si Ernesto estuviera contabilizando algo. En su celda en el bosque encontraron lo mismo, pero las tachas de ese sitio eran distintas, eran tickets, que simbolizaban positivo, mientras que las de su cuarto en casa eran cruces, al igual que las de la celda de la prisión urbana.
Ernesto Bonanza nunca fue feliz, salvo los días en que por fin logró conectar consigo mismo en la soledad del bosque, donde no había presiones, donde por fin se encontró consigo mismo y pudo mirarse a los ojos: “te perdono, yo mismo, porque por fin puedo conocerte”.