viernes, 2 de octubre de 2009

Suegra hay una sola

Hola: Les traigo este nuevo cuento inspirado por una clase de Derecho Penal jeje, espero les guste.




Suegra hay una sola


Roberto Rivarola era un hombre delgaducho, flaco, torpe, despistado e incapaz de matar a una mosca ni aunque estuviera de vacaciones en su prematura calva. Trabajaba en una oficina donde su jefe era un déspota pero no podía renunciar puesto a que se había casado hace poco con Patricia y tenían que pagar las deudas del matrimonio. Él siempre intentaba complacer a su mujer, la única en toda su vida que era capaz de soportar sus manías y su hipocondría.

Un buen día como todos los otros, acomplejados por la proximidad de fin de mes, decidieron que era hora de que Patricia consiguiera un empleo porque el salario de su marido no daba para pagarlo todo. Jaime, ante el descontento que le producía que su mujer pasara por aquel martirio se negó. El tema siguió saliendo una y otra vez a cada momento hasta que por fin el mal afortunado Jaime encontró una solución.

Resulta que su suegra, la madre de Patricia había quedado viuda hace muy poco y recibía una excelente pensión por el difunto. Convenció a la veterana entonces que se viniera a vivir con ellos a su reducido departamento para así hacer usufructo del dinero de su pensión y evitar que Patricia entrara a trabajar. Patricia aceptó de inmediato la idea de su marido porque nada la hacía más feliz que tener a su madre en casa para que le hiciera compañía.

Todo marchaba excelente hasta que comenzaron los primeros roces con la quisquillosa suegra. Primero fueron los dramas por el reducido espacio y la ausencia de intimidad marital; en segundo lugar, la vieja se quejaba todo el día de las pellejerías de ajustar los gastos y en último lugar, los comentarios avinagrados durante las horas de comida en donde aprovechaba para criticar el matrimonio de su hija. Jaime estaba al borde de una crisis nerviosa, más todavía porque su personalidad exagerada le hacía soportar menos niveles de estrés y prontamente se convirtió en un treintón calvo y neurótico. Contrajo vicios como el cigarrillo y el café, se quedaba hasta tarde en el sofá viendo televisión y tenía mala cara siempre. Prefería sin embargo no discutir con la insoportable suegra a la cual no veía cómo deshacerse de ella: “¡Vamos Jaime! Ya le pediste que viviera con nosotros, no puedes echarla ahora”, decía Patricia.

Una noche decidió que ya no soportaría más, sus nervios colapsaron por las quejas de la vieja sobre su calvicie prematura. Apagó la televisión a eso de las tres y poseído por la rabia se dirigió hasta el cuarto donde estaba la vieja y con un cuchillo de cocina en mano se acercó sigilosamente hasta la cabecera. La mujer dormía apaciblemente, como si fuera una bestia salvaje dominada por Morfeo, ni siquiera roncaba o se movía, era tan pacífica que el arrepentimiento no tardó en venir, salió de la pieza y fue por un vaso de agua. Jaime siguió intentando ignorar los malos pensamientos pero la suegra no se lo facilitaba, era una tras otras hasta que quiso apoderare de su sitio en la cama matrimonial porque el colchón de la suya le hacía doler la espalda. Lo peor fue que Patricia la apoyó incondicionalmente sin preguntarle a su marido, entonces los deseos enfermizos del histérico Jaime afloraron nuevamente, pescó unas tabletitas de ácido bórico y las puso en la taza de té de hierbas que la vieja se llevaba al velador, luego de eso se fue a dormir a la pieza en la que dormía.

Cuando asomó el día, se despertó espantado por los gritos de Patricia, ahí recién se percató del crimen que había cometido, la vieja amaneció muerta al lado de Patricia, con la taza de té fría servida en su velador. Jaime recobró el juicio y se sintió culpable mas no dijo nada al respecto. Mientras su mujer acudió en ambulancia hasta el hospital con su difunta madre, Jaime seguía pensando en el trabajo lo que había sido capaz de realizar, la culpa lo invadió de forma tan agobiante que llegaba a ver al fantasma de su suegra persiguiéndolo por las calles. Llegó volando a su departamento pero su mujer no estaba ahí, debía confesarle la maldad que había cometido. Cogió el primer taxi que pilló y se dirigió al hospital.

Cuando se encontró con Patricia estaba pálido y desesperado, Patricia en cambio, con lágrimas y resignación había asumido la muerte de su madre. Jaime tartamudeaba y balbuceaba que lo que tenía que decirle tenía que ver con la muerte de su madre, Patricia abrió sus ojos muy gigantes y le pidió que se calmara para que luego hablase: “Yo… yo, yo fui el que…” alcanzó a decir hasta cuando apareció el doctor, interrumpiendo la cómica confesión: “Doña Patricia, su madre descansa en paz ahora, ha muerto en el sueño debido a un infarto ¿ella nunca quiso tratarse los problemas cardíacos que tenía?”. Jaime quedó helado ante el crimen que jamás alcanzó a cometer, puesto a que por la ausencia de sustancias venenosas en los exámenes permitían inferir que se había dormido sin siquiera probar la taza de té contaminada.

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